Bon vivant

miércoles, 25 de septiembre de 2019

Efemérides


Faltan tres días (aviso con la suficiente antelación para que dé tiempo a preparar los festejos con la pompa y el boato que la ocasión merece) para la efeméride de los cinco meses desconectado de toda noticia política emitida por un medio de comunicación, sea cual sea el canal que utilice, la hora, la voz o el estilo de letra. Si usted pensara que es casualidad que esa fecha coincida con la fecha de las últimas elecciones celebradas en España, se equivocaría. No lo es. Fue una desconexión autoimpuesta, parecida al abandono de la costumbre de fumar tabaco: porque me dio la gana. Sin más explicaciones ni preámbulos, como creo que tienen que hacerse las desconexiones con todo aquello que perjudique gravemente nuestra salud, una vez tomada la decisión. El resultado suele ser, ante todo, higiénico, terapéutico; me atrevería a decir que salvífico, de tal manera que habiendo pasado tan solo cinco meses desde que presté atención por última vez a no sé quién que decía no sé qué sobre no recuerdo quién, mi sensación de felicidad ha experimentado un aumento exponencial. Si antes me consideraba una persona feliz, ahora también, pero elevada al cubo. Ya sabe usted que los consejos no sirven de nada porque, de tener algún valor, no se regalarían: se venderían. Pero hágame caso, aunque sea por una vez en su vida: imíteme. Imíteme en lo de dejar de escuchar, leer o ver noticias; en el resto de cosas no es aconsejable imitarme.
Cómo será mi estado de feliz ignorancia, que ahora mismo desconozco si los miembras y las miembros de una especie de tribu que corría por estos pagos fletaron ya unas carabelas y partieron en busca de alguna Venezuela por descubrir, armados con sus ideas de otro para imponer al prójimo un estilo de vida que no querrían para ellos ni en la peor de sus pesadillas, y mucho menos para sus hijos. Ignoro si a estas horas de la noche se habrá aprobado ya la tan ansiada ley por la que todo político se someta semanalmente a la prueba del polígrafo, al alcoholímetro y al test de drogas. Ignoro todo. Desconozco el momento. Pero, de vez en cuando, olvidándome por un instante de si la folclórica de turno habrá escapado a nado de la isla radiactiva, Capítulo 6, no está tan mal sentarse a pensar durante un par de segundos, justo hasta que me duele la cabeza del esfuerzo titánico.   
Y me digo yo a mi mismo…
¿Alguna vez nos hemos parado a pensar sobre el personal que está invadiendo la política de nuestro país y, sobre todo, por qué? Si usted tuviera una empresa… ¿contrataría a esta gente para cualquier cometido a sabiendas del riesgo que correría? Cómo llega un país a aceptar que la gente que tiene que tomar las decisiones más importantes sobre ese país y la vida de sus gentes carezcan de la más mínima categoría, inteligencia (la maldad no es inteligencia, es maldad) y bagaje profesional. En qué nos han convertido que aceptamos que, en esta supuesta democracia, el recuento de votos de unas elecciones (el único momento en el que, según dicen, tú decides) (ay, ay, ay, ya, ya pasó…la risa, otra vez) lo pongan en manos de unas empresas que lo llevan a cabo …¡¡¡CON UN PROGRAMA INFORMÁTICO!!! Sólo hay algo más manipulable que el ser humano: un programa informático.
Los países permiten que, a los puestos donde se decide sobre la vida y hacienda de los demás, en lugar escoger para ello  a las personas más capacitadas, a las que serían capaces de tomar las mejores decisiones para el bien común a cambio de remuneraciones por encima de lo que obtendrían en la empresa privada, pueda acceder mi tía Blasa y el presidente de mi escalera, presidenta consorte incluida, cuando todos los vecinos sabemos que ese título de doctor en billar a tres bandas que cuelga de la pared de su retrete es falso. Falso como el Iscariote.
¿Y todavía quedan personas que se preguntan por qué funciona así de mal el mundo y por qué los países y sus gentes se cuelan por el desagüe de la historia?
Serán preguntas retóricas, ¿no?

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