Faltan tres días (aviso con la
suficiente antelación para que dé tiempo a preparar los festejos con la pompa y
el boato que la ocasión merece) para la efeméride de los cinco meses
desconectado de toda noticia política emitida por un medio de comunicación, sea
cual sea el canal que utilice, la hora, la voz o el estilo de letra. Si usted
pensara que es casualidad que esa fecha coincida con la fecha de las últimas
elecciones celebradas en España, se equivocaría. No lo es. Fue una desconexión
autoimpuesta, parecida al abandono de la costumbre de fumar tabaco: porque me
dio la gana. Sin más explicaciones ni preámbulos, como creo que tienen que
hacerse las desconexiones con todo aquello que perjudique gravemente nuestra
salud, una vez tomada la decisión. El resultado suele ser, ante todo, higiénico,
terapéutico; me atrevería a decir que salvífico, de tal manera que habiendo
pasado tan solo cinco meses desde que presté atención por última vez a no sé
quién que decía no sé qué sobre no recuerdo quién, mi sensación de felicidad ha
experimentado un aumento exponencial. Si antes me consideraba una persona feliz,
ahora también, pero elevada al cubo. Ya sabe usted que los consejos no sirven
de nada porque, de tener algún valor, no se regalarían: se venderían. Pero
hágame caso, aunque sea por una vez en su vida: imíteme. Imíteme en lo de dejar
de escuchar, leer o ver noticias; en el resto de cosas no es aconsejable
imitarme.
Cómo será mi estado de feliz
ignorancia, que ahora mismo desconozco si los miembras y las miembros de una
especie de tribu que corría por estos pagos fletaron ya unas carabelas y
partieron en busca de alguna Venezuela por descubrir, armados con sus ideas de
otro para imponer al prójimo un estilo de vida que no querrían para ellos ni en
la peor de sus pesadillas, y mucho menos para sus hijos. Ignoro si a estas
horas de la noche se habrá aprobado ya la tan ansiada ley por la que todo
político se someta semanalmente a la prueba del polígrafo, al alcoholímetro y
al test de drogas. Ignoro todo. Desconozco el momento. Pero, de vez en cuando,
olvidándome por un instante de si la folclórica de turno habrá escapado a nado de
la isla radiactiva, Capítulo 6, no está tan mal sentarse a pensar durante un
par de segundos, justo hasta que me duele la cabeza del esfuerzo titánico.
Y me digo yo a mi mismo…
¿Alguna vez nos hemos parado a
pensar sobre el personal que está invadiendo la política de nuestro país y,
sobre todo, por qué? Si usted tuviera una empresa… ¿contrataría a esta gente para
cualquier cometido a sabiendas del riesgo que correría? Cómo llega un país a
aceptar que la gente que tiene que tomar las decisiones más importantes sobre
ese país y la vida de sus gentes carezcan de la más mínima categoría,
inteligencia (la maldad no es inteligencia, es maldad) y bagaje profesional. En
qué nos han convertido que aceptamos que, en esta supuesta democracia, el
recuento de votos de unas elecciones (el único momento en el que, según dicen,
tú decides) (ay, ay, ay, ya, ya pasó…la risa, otra vez) lo pongan en manos de
unas empresas que lo llevan a cabo …¡¡¡CON UN PROGRAMA INFORMÁTICO!!! Sólo hay
algo más manipulable que el ser humano: un programa informático.
Los países permiten que, a los
puestos donde se decide sobre la vida y hacienda de los demás, en lugar escoger
para ello a las personas más
capacitadas, a las que serían capaces de tomar las mejores decisiones para el
bien común a cambio de remuneraciones por encima de lo que obtendrían en la
empresa privada, pueda acceder mi tía Blasa y el presidente de mi escalera,
presidenta consorte incluida, cuando todos los vecinos sabemos que ese título
de doctor en billar a tres bandas que cuelga de la pared de su retrete es
falso. Falso como el Iscariote.
¿Y todavía quedan personas que se
preguntan por qué funciona así de mal el mundo y por qué los países y sus
gentes se cuelan por el desagüe de la historia?
Serán preguntas retóricas, ¿no?
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