Huyó en dirección contraria a la
informática, convencido de que era la peste negra y vencido por la necesidad de
ser honesto, consigo mismo y con los demás: su falta de estudios superiores,
tarde o temprano, quedaría en evidencia, aunque sólo fuera a sus ojos y nadie
más en aquel mundo se percatase de que su éxito no estaba tan fundamentado como
él creía que era necesario. De ser cierto lo que cuenta, su ejemplo podría
servir de escarnio para esa caterva metastática que se enquista en la política de
cualquier país, sin mérito conocido ni formación que se precie más allá de cuatro
frases y seis palabras aprendidas de memoria, personajes sin escrúpulos,
aniquiladores de criterio, medradores, detentadores y sicarios, voceros de la
falsa sobresdrújula, torturadores del lenguaje e inventores de palabros que
gruñen y se revuelcan en el lodazal del lucro obsceno. Amen.
Tras aquel ataque de honestidad, se
lanzó a vivir su vida a ciegas, tal y como le dictaban los latidos de su
corazón, subiendo cataratas y nadando a contracorriente, cuenta, y apareció una
noche, veinte años después, exhausto por el esfuerzo, sentado en una silla, sin
saber qué hacer. Es sabido que el principal peligro de un ocioso es que le dé
por escribir, así que aprovechó que se hallaba sentado y lo hizo. Cuenta que,
cuando llevaba escritas las primeras líneas, empezó a sentir que se le
aceleraba el corazón; una especie de ahogo, como si las palabras se le
agolpasen en la garganta deseando poder salir para desahogar la pena de toda una
vida que a él le pesaba como tres. Y entonces se dijo que si no era ahora no
sería nunca. Recuerda, dice, que durante la primera hora, mientras escribía, no paraba de llorar porque,
por fin, a los cuarenta y cinco años había descubierto la vocación. Escribir le
producía el efecto montaña rusa. Un bombeo constante de adrenalina, sostenido durante ocho
horas al día y veintiséis horas cada fin de semana, interrumpido por las pausas que
se concedía para salir al raso de la noche, contemplar las estrellas mientras
fumaba un cigarrillo y esperar. Contaba aquel tipo que cuando su amigo le dijo “esperar”,
se quedó callado, con la mirada perdida hacia el suelo modernista de su piso
del Ensanche.
“¿Qué esperabas?”, le
preguntó.
Su amigo seguía mirando al suelo
cuando le contestó: “Tú sabes que durante una época de mi vida yo fui
subcampeón del mundo de mentir”.
“¡Vaya si lo sé! ¡¡¡Como que
era yo el que te cubría!!!”
“Aquello era por necesidad”
“Si tú lo dices…”
“Bueno, pues lo que te voy a
decir ahora es la verdad más verdad de todo lo que te he contado, aunque lo más
seguro es que no me creas por que suena a ciencia ficción”.
“Tú prueba, yo me lo creo casi
todo”.
Le contó que, hacia la sexta
noche, no podía precisar con exactitud, le puso el punto y final al segundo
capítulo de aquel escrito con pretensiones de parecerse a una novela y se quedó
en blanco, momento que aprovechó para salir al exterior y regalarse un
cigarrillo bajo las estrellas de aquel mes de julio, menos caluroso de lo
habitual. Llevaba un par de minutos fumando, arropado por ese silencio que
ofrece cualquier bosque, cuando bajó.
¿Qué bajó?, le preguntó el
tipo.
“¿Pues qué va a bajar? ¡El
siguiente capítulo!, con sus puntos y sus comas y sus pausas y el tono y las
palabras y la madre que lo parió. Bueno… las comas… quizás he exagerado. Pero, que
me bajó de golpe, me bajó. No me preguntes de dónde ni de qué manera. Ni idea. Te
juro que entré corriendo y me puse a escribir como un loco, por miedo a que se
me olvidara tan rápido como había llegado. Pero no. Comprobé que cuando bajaba,
lo hacía para quedarse hasta que ponía el punto y final”.
Su amigo le miraba y no salía
palabra alguna entre unos labios que dibujaban, a un lado una sonrisa y al otro
un sarcasmo, y cuando estaba a punto de decirle algo, el otro le cortó:
¿Pero cómo no me vas a creer
tú? Tú, que fuiste quien me regaló hace veinte años El Oráculo Vikingo de Ralph
Blum. ¡¡¡Las auténticas runas!!! No digas ni palabra. No estás autorizado a no
creerme. Punto y seguido. Y eso me ocurrió cada vez que ponía el punto y final a
un capítulo hasta que acabé el manuscrito que ves aquí. Un mes. Bueno… y otro
mes para pasarlo a formato libro más otro para repasarlo y “repelarlo”.
“Pongamos que te creo", le dijo el tipo. "¿Qué
vas a hacer con él?”.
“Nada. No lo he escrito para
publicar. Lo inicié porque esa historia no podía perderse y lo acabé por que difrutaba como un cerdo”.
“Ese es el mejor de los motivos”,
le dijo aquel tipo a su amigo. “Voy a leerlo y te doy mi opinión, con la
crueldad que me caracteriza, por supuesto. Si no te llamo nunca más, espera a que te llame”.
"Eso. Espero", le contestó su amigo.
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