Bon vivant

sábado, 7 de septiembre de 2019

Entre líneas Cap.3


Huyó en dirección contraria a la informática, convencido de que era la peste negra y vencido por la necesidad de ser honesto, consigo mismo y con los demás: su falta de estudios superiores, tarde o temprano, quedaría en evidencia, aunque sólo fuera a sus ojos y nadie más en aquel mundo se percatase de que su éxito no estaba tan fundamentado como él creía que era necesario. De ser cierto lo que cuenta, su ejemplo podría servir de escarnio para esa caterva metastática que se enquista en la política de cualquier país, sin mérito conocido ni formación que se precie más allá de cuatro frases y seis palabras aprendidas de memoria, personajes sin escrúpulos, aniquiladores de criterio, medradores, detentadores y sicarios, voceros de la falsa sobresdrújula, torturadores del lenguaje e inventores de palabros que gruñen y se revuelcan en el lodazal del lucro obsceno. Amen.
Tras aquel ataque de honestidad, se lanzó a vivir su vida a ciegas, tal y como le dictaban los latidos de su corazón, subiendo cataratas y nadando a contracorriente, cuenta, y apareció una noche, veinte años después, exhausto por el esfuerzo, sentado en una silla, sin saber qué hacer. Es sabido que el principal peligro de un ocioso es que le dé por escribir, así que aprovechó que se hallaba sentado y lo hizo. Cuenta que, cuando llevaba escritas las primeras líneas, empezó a sentir que se le aceleraba el corazón; una especie de ahogo, como si las palabras se le agolpasen en la garganta deseando poder salir para desahogar la pena de toda una vida que a él le pesaba como tres. Y entonces se dijo que si no era ahora no sería nunca. Recuerda, dice, que durante la primera hora, mientras escribía, no paraba de llorar porque, por fin, a los cuarenta y cinco años había descubierto la vocación. Escribir le producía el efecto montaña rusa. Un bombeo constante de adrenalina, sostenido durante ocho horas al día y veintiséis horas cada fin de semana, interrumpido por las pausas que se concedía para salir al raso de la noche, contemplar las estrellas mientras fumaba un cigarrillo y esperar. Contaba aquel tipo que cuando su amigo le dijo “esperar”, se quedó callado, con la mirada perdida hacia el suelo modernista de su piso del Ensanche.
“¿Qué esperabas?”, le preguntó.
Su amigo seguía mirando al suelo cuando le contestó: “Tú sabes que durante una época de mi vida yo fui subcampeón del mundo de mentir”.
“¡Vaya si lo sé! ¡¡¡Como que era yo el que te cubría!!!”
“Aquello era por necesidad”
“Si tú lo dices…”
“Bueno, pues lo que te voy a decir ahora es la verdad más verdad de todo lo que te he contado, aunque lo más seguro es que no me creas por que suena a ciencia ficción”.
“Tú prueba, yo me lo creo casi todo”.
Le contó que, hacia la sexta noche, no podía precisar con exactitud, le puso el punto y final al segundo capítulo de aquel escrito con pretensiones de parecerse a una novela y se quedó en blanco, momento que aprovechó para salir al exterior y regalarse un cigarrillo bajo las estrellas de aquel mes de julio, menos caluroso de lo habitual. Llevaba un par de minutos fumando, arropado por ese silencio que ofrece cualquier bosque, cuando bajó.
¿Qué bajó?, le preguntó el tipo.
“¿Pues qué va a bajar? ¡El siguiente capítulo!, con sus puntos y sus comas y sus pausas y el tono y las palabras y la madre que lo parió. Bueno… las comas… quizás he exagerado. Pero, que me bajó de golpe, me bajó. No me preguntes de dónde ni de qué manera. Ni idea. Te juro que entré corriendo y me puse a escribir como un loco, por miedo a que se me olvidara tan rápido como había llegado. Pero no. Comprobé que cuando bajaba, lo hacía para quedarse hasta que ponía el punto y final”.
Su amigo le miraba y no salía palabra alguna entre unos labios que dibujaban, a un lado una sonrisa y al otro un sarcasmo, y cuando estaba a punto de decirle algo, el otro le cortó:
¿Pero cómo no me vas a creer tú? Tú, que fuiste quien me regaló hace veinte años El Oráculo Vikingo de Ralph Blum. ¡¡¡Las auténticas runas!!! No digas ni palabra. No estás autorizado a no creerme. Punto y seguido. Y eso me ocurrió cada vez que ponía el punto y final a un capítulo hasta que acabé el manuscrito que ves aquí. Un mes. Bueno… y otro mes para pasarlo a formato libro más otro para repasarlo y “repelarlo”.
“Pongamos que te creo", le dijo el tipo. "¿Qué vas a hacer con él?”.
“Nada. No lo he escrito para publicar. Lo inicié porque esa historia no podía perderse y lo acabé por que difrutaba como un cerdo”.
“Ese es el mejor de los motivos”, le dijo aquel tipo a su amigo. “Voy a leerlo y te doy mi opinión, con la crueldad que me caracteriza, por supuesto. Si no te llamo nunca más, espera a que te llame”.
"Eso. Espero", le contestó su amigo.

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