Hoy voy a hablar de política. A
calzón quitado y braguero ausente. Mi psiquiatra y, sobre todo, mi exorcista de
cabecera me aconsejan que no lo haga; que no es lo más recomendable para gozar
de un buen estado de salud mental y espiritual; que a pesar de que el país,
reconocen ellos, atraviesa por una ciénaga pestilente donde los cadáveres de la
Sensatez, la Cordura y la Inteligencia, abandonada toda esperanza, se dan ya por
desaparecidos, víctimas de la ignorancia, torturados a manos del rencor y sacrificados
en nombre de la sagrada estupidez, es más prudente, dicen ellos, confundirse
con el paisaje, no elevar la voz, mimetizarse, zombificarse (palabro que no sé
si a estas horas figura en el DRAE, pero que debería incluirse con urgencia
pues se cuentan ya por millones los huérfanos de calificativo). No. Me niego a seguir sus
consejos. He decidido que voy a hablar de política y voy a hacerlo. Con todas
las consecuencias. Anticipándome a los acontecimientos y en previsión de males
mayores, esta mañana me he personado en unas oficinas de los Agentes del Orden
para entregarme, al modo de aquel chiste que corría, allá por los 70: “soy
culpable”, les he dicho, “de todo”. “Especifique si no le es molestia”, me han respondido.
“Voy a hablar de política”. “Mire, buen hombre, váyase a su casa y no moleste,
que bastante tenemos con lo que tenemos”. “Otro que no está bien”, "ya van dos este mes", me ha parecido
oír cuando salía por la puerta. Había ido por evitar la visita intempestiva de
los hombres de negro, o de los hombres de mono, o de los hombres ciegos de odio
y envidia, porque los hombres ciegos de odio y envidia siempre estarán ahí, con
sus hilos invisibles de marioneta al servicio de otras marionetas movidas con
brusca delicadeza por cuidadas manos sin nombre. Así que he vuelto a sentarme
frente a la máquina de llamar a las cosas por su nombre y, a calzón por los
tobillos, voy a hablar de política. Para lo cual voy a necesitar la máscara antigás
que heredé de mi abuelo (Batalla de Loos, 1915), a fin de no respirar los vahos
deletéreos de pútrida boñiga que por si sola desprende la palabra de ocho
letras. ¡La máscara! ¡¡¡¿Quién ha cogido la máscara del abuelo que yo tenía
escondida bajo la cama?!!! ¡Dios, esos niños!
Sal corriendo de esta página si lo que buscas es Historia manipulada, corrección política, música para aquejados de sordera musical, lecciones de cultura, de vida o simplemente de nada: esta no es la página que buscabas.

Bon vivant
miércoles, 31 de julio de 2019
lunes, 29 de julio de 2019
Brutus Bicefalicus
Como es sabido, no todo está inventado. Hoy me he quedado observando durante un rato los trabajos de desescombro en lo que fue una fábrica y más tarde vivienda de okupas, convertida hoy en una parcela hedionda cuya descripción tendría que plagiar del Sutree de Cormac McCarthy en sus primeras páginas, efectuados por una grua armada con una pinza gigantesca con aspecto de boca de tiranosaurio. Un trabajo digno de ver: sin sentimiento alguno de piedad hacia nada, la pinza llega sobre su presa con la boca abierta, ahora un pedazo de valla metálica de siete u ocho metros de largo que se contrae cuando lo trincan los dientes mortíferos del bicho de hierro que lo levanta como si fuera una medusa muerta, como si fuera nada, mueve el brazo hasta un contenedor donde suelta la pieza, la hunde, la aplasta, la suelta para morder el pedazo que cuelga fuera del recipiente, la dobla como si fuera papel de aluminio, la introduce y se va a por otra víctima. Un espectáculo de poder. Destrucción en estado puro. Se trata de desescombrar, despejar y limpiar, sin triar y para eso nada como la fuerza bruta y ciega de un monstruo de hierro manejado por un ser humano. Supongo que ha sido eso lo que me ha llevado, por asociación de ideas, a valorar la posibilidad de crear la primera empresa a escala mundial de alquiler de mallos. Se llamaría algo así como "El hombre del mallo" o incluso algo más ordinario: "El tío del mallo". El espectro de mercado es amplio: no diré yo que de siete mil millones de unidades por año, pero por ahí andarán los números porque demanda abría. El estudio de mercado nos lo ahorraríamos sin duda, pues basta ver cómo está el patio para darse uno cuenta de las posibilidades de tal empresa. ¿Quién tiene un mallo en su casa? Nadie. ¿Quién no ha deseado alguna vez disponer de uno como solución rápida a un sinfin de circunstancias? Todo el mundo. Porque...¿quién no ha querido hacer añicos el aparato de televisión mientras aparecía en pantalla, pongamos por caso, uno de estos políticos que hieden a cinismo y apestan a mentira? Ya sé que si le lanzamos el móvil podemos matar dos pájaros de un tiro: tv y móvil. Pero no es lo mismo. El mallo da la sensación de poder, de absolutismo si se quiere. Un golpe sólo. De arriba abajo. Mueble incluido. ¿O quién no hubiera ofrecido en prenda al estafador de su dentista a cambio de un mallo cuando el vecino del 8º 7ª se fue de juerga y dejó los dos perros ladradores encerrados en el balcón un martes laborable? El mallo. Es definitivo y no ofrece duda. Ahí está el negocio. Alquiler por minutos. Servicio a domicilio. Sin seguro.
domingo, 21 de julio de 2019
La Música y la música
La Música y la música
No fui llamado por el camino de
la disertación y la verborrea. Para eso ya llegó antes que yo Don Mario Moreno “Cantinflas”.
Ni tampoco lo fui por el camino de la prédica y el adoctrinamiento: la caterva
de la política, con su maldad o su ignorancia, ya se afana por ocupar esa
avenida hacia la autodestrucción. Mis opiniones son mías e intransferibles y
líbreme Dios de intentar siquiera convencer a alguien sobre cualquier tema: atrás
quedaron los tiempos de la actitud dogmática. Así que, en lo referente al
ámbito musical, voy a ser directo y simple: existe la Música, la música y el
ruido. Sobre las dos últimas no voy a gastar muchas más palabras de las que
dejo aquí escritas. Allá cada cual con sus oídos y su cerebro. Sólo añadiré que
existiendo la catedral de Burgos y las Pirámides, no me interesa hablar sobre
el chamizo del tío Paco. En cuanto a la Música, sólo me interesa la Obra
Maestra. De cualquier estilo. Porque la Obra Maestra no sólo está en la música
clásica, en el jazz o en los tam-tam de los aborígenes de Nueva Papúa. No.
Considero que pensar así es un error (o una incapacidad) tan abominable como (salvo honrosas excepciones)
comprarse toda la discografía de… (No diré nombres, de momento). La Obra Maestra
aparece en cualquier estilo, desde la clásica hasta el deep house, pasando por
el bebop, el funky eléctrico, el flamenco, el disco, el pop, el rock, el tecno
pop y todo ese largo etcétera de estilos, y puede ser obra de alguien a quien
jamás se le volverá a aparecer la musa y quizá jamás volverá a crear algo digno de
ser considerado Obra Maestra. Y eso vale tanto para el cantautor que aún toca
en los pasillos de Metro de Madrid (en los del Metro de Barcelona, no sé si la
mafia de los manteros y la alcaldía permite tocar a nadie) como para los “grandes”.
Pondré un ejemplo: Elton John. El Gran Elton John, alguien que con veinticuatro
años es capaz de crear un álbum tan completo como Madman across the water,
donde se incluyen, no una, sino varias Obras Maestras como Levon, Tiny Dancer o
la propia Madman across the water, es un “grande” capaz de hacer que guarde no
menos de quince o veinte temas suyos en mi archivo discográfico. Pero no más. A
pesar de que habrá publicado un “qué sé yo” más de temas a lo largo de su vida
artística, salvo esos quince o veinte, el resto, como dirían en Montevideo, son
pavadas (cagadas en español), fruto de un coctel donde se puede encontrar un
poco de éxito, un mucho de interés discográfico-empresarial y un bastante de
sordera musical de las masas. Todo eso bien agitado da una larga lista de
música absolutamente prescindible en un archivo musical que se precie, lo que
no resta un ápice de respeto y agradecimiento hacia Sir Elton John y su talento
artístico. Pero la Obra Maestra aparece como el hongo de una bomba atómica sobre una
plantación de champiñones: su potencia es tal que opaca el resto de la producción,
relegándola a la categoría de simple, como si fuese música de organillero. Apostaría
a que a Gustav Mahler le hubiera encantado que la musa que le inspiró el Adagietto
de la 5ª Sinfonía en do sostenido, hubiera estado presente las veinticuatro
horas de todos los días de su vida.
P.D.: En este blog únicamente se
van a recomendar Obras Maestras, de todos los estilos y (casi) todos los
tiempos.
P.D.2ª: y ya que hablamos de Mahler y su Adagietto...
jueves, 18 de julio de 2019
La silla pensativa
La encontré en el Mercado de
pulgas de Waterlooplein, en Ámsterdam. Iba curioseando sin intención de gastar
un solo euro cuando llegué hasta una parada de antigüedades que me llamó la
atención porque apenas tenía cuatro objetos expuestos al público: un piano
vertical, una mesa camilla sobre la que reposaba una caja de cubiertos de plata
y una silla por la que yo no hubiera ofrecido un suspiro. Junto a la mesa, sentado
en una silla de ruedas, había un viejo vestido de luto riguroso, sombrero negro
y mirada astuta y al otro lado, en pie, estaba su hijo, igualmente vestido y
con apariencia de haber llegado al medio siglo de vida. Sé que era su hijo
porque tenía la misma cara del viejo treinta años antes, sus mismos ojos y su
misma manera de saber estar en el lugar, como si los dos hombres y los pocos
objetos a la venta fueran la composición de un cuadro, dispuestos para ser
pintados. Iba a pasar de largo cuando me descubrí preguntando al más joven por
la antigüedad de la cubertería. “Antigua, muy antigua”, respondió en un inglés
tan macarrónico como el mío mientras el viejo asentía sin decir palabra. El
hombre se me quedó mirando a los ojos y pensé que esperaba alguna pregunta por
mi parte acerca del precio de aquella caja que, a ojo de buen cubero, contenía
no menos de doscientas piezas de plata grabada. Entonces vi que aquel hombre y
su padre cruzaban sus miradas antes de volverse hacia mí y decirme. “Pero yo no
la veo para usted. La silla es más para alguien como usted”. ¿Qué tiene de
especial la silla?, le pregunté, esperando una respuesta del tipo “fue la silla
donde se sentó por última vez María Antonieta” o “estaba en la salita de espera
de la consulta del doctor Frankenstein”. El hombre joven bajó un poco la voz y
dijo “es una silla pensativa que perteneció a grandes hombres”. “¿Quiere decir
una silla de pensar, donde castigaban a sus hijos cuando hacían alguna trastada…?”,
le dije sonriendo, mientras veía que los dos hombres habían clavado sus ojos en
mí y no soltaban la presa ni sonreían a mi comentario. Como si yo no hubiera
dicho nada o al menos nada importante, el hombre más joven se me acercó y me
susurró al oído: “No, he dicho silla pensativa. Usted no me va a creer, o tal
vez sí, pero puedo decirle que esta fue la silla pensativa de…” Supongo que el
hombre pronunció varios nombres, pero no alcancé a oír nada con claridad porque
justo en ese momento pasaron junto a nosotros un grupo de hooligans haciendo
sonar sus trompetas de gas como si fueran la sección de viento de UB40
presentando armas en directo. Como el hombre se apartó de mí rápidamente, no me
atreví a pedirle que me repitiese cualquier cosa que me hubiese dicho al oído.
Se me quedó mirando, luego miró a su padre y su padre me miró a mí, asintiendo
con la cabeza con una seriedad como si me hubieran acabado de transmitir el
secreto hermético de la Alquimia. Para romper el silencio que se había
instalado entre nosotros y aprovechando que la turba y su ruido se iban
alejando de allí, esta vez procuré hacer una pregunta a la altura de la
solemnidad que veía en aquellos dos hombres. “¿Y es ahí sentados donde hicieron
sus grandes descubrimientos?”, le pregunté. “No”, dijo el hombre y quedó
callado. “¿Entonces? ¿Qué tiene de particular?”. “Ya veo que no me entiende. Le
estoy diciendo que esta fue la silla pensativa de esos tres hombres sabios.
Ellos no descubrieron nada. Fue la silla. La silla pensó por ellos. Ellos sólo
se sentaron en ella y recibieron su sabiduría. La silla piensa. Es una silla
pensativa”. Hubo unos segundos de silencio entre nosotros, porque
yo esperaba que en algún momento al menos uno de los hombres revelara en algún
gesto, en la mirada o en algún carraspeo de incomodidad que se trataba de una
broma que me estaban gastando. Pero los hombres seguían impertérritos. Por los
años que pasé tras la barra de un garito nocturno, reconozco a un mentiroso
aunque pase ante mí subido a un autobús en marcha. Aquellos hombres no mentían.
Podían estar locos y creerse lo que el hombre joven me estaba diciendo y el
viejo asentía con su cabeza y una mirada tan segura como la llegada de la
muerte. O podía ser verdad. No había más opciones. La verdad es que no pensé en
cuál de las dos opciones debía ser la correcta cuando le pregunté sin más
preámbulos por el precio de la silla. “Normalmente pedimos catorce mil euros”
me anunció sin pestañear. Luego hizo una pausa y miró al viejo como quien va a
pedir permiso y lo hace por respeto: un respeto viejo, con olor a humo de
caverna, anterior a los tiempos en que las personas se daban la mano para
cerrar un trato. “Pero podemos arreglarle el precio. Seguro que llegaremos a un
acuerdo en el caso de que esté interesado en llevársela.” Hizo una breve pausa
y me soltó una palabra como un disparo: “Diez”. “¿Diez mil?”, pregunté yo, para
seguirle el juego. “No, diez euros”. Pensé que, aunque por supuesto no tuviese
poderes mágicos, la silla no estaba mal. A simple vista parecía de roble macizo
de estilo XVIII y el tapizado estaba muy bien conservado, como si a penas la
hubiesen usado. Y tampoco iba a ponerme a discutir por la increíblemente
supuesta rebaja, porque cuando iba a preguntarle sobre ello, el viejo abrió por
primera vez su boca para decirme con voz arenosa: “Lleva demasiado tiempo parada.
La silla tiene que… moverse. Tiene que… fluir”. “¿Fluir?”, le pregunté con
extrañeza. “Fluir”, repitió. Así que, sin pensarlo más, les pagué los diez
euros, les di la mano a los dos hombres y me fui de allí con la silla, pensando
en el momento en que un ejército de termitas saldrían de dentro y me devorarían
mientras veía el mueble convertirse en polvo. No fue así. La dejé en la
habitación del hotel, con la intención de “estrenarla” al llegar a Madrid. Y
así lo hice. Me senté en ella y el resultado no tuvo nada de asombroso, tal y
como esperaba. En los cinco minutos que permanecí sentado no me vino ni una
sola idea a la que calificar de genial, nueva o sorprendente. Pero quedaba bien
junto al secreter vintage que me había comprado unos meses antes. “Solo espero
que a Patán no se le ocurra utilizarla como vertedero de pulgas”, pensé. Patán
es el gato abandonado que vive conmigo. Es un gato abandonado porque lo
abandonó mi exnovia cuando se largó de casa dejándonos una nota donde decía “No
volveré. Jamás”. Tenía la costumbre de no hacer nada, me refiero al gato bobo,
aparte de ponerse a temblar cada vez que lo queríamos sacar al balcón para
tomar el sol y quedarse parado cuando le lanzaba una pelota por el largo
pasillo del piso que compartimos. Estaba mirando la silla y pensando en la
posibilidad de que al gato se le ocurriese destrozarla con sus uñas, cuando me
fijé en una pequeña placa metálica atornillada al respaldo de la silla, donde
una diminuta inscripción se intuía bajo una capa de barniz reseco. Tras frotar
la placa con disolvente, aparecieron unas palabras en francés: “Seulement pour
les imbéciles”. No sé casi nada de francés, aparte de Tour y Eiffel, pero se
entendía bastante bien. Al instante me acordé de los dos hombres de luto, pero
no tuve ninguna mala sensación ni reproche hacia ellos. Al fin y al cabo el
precio había sido un regalo que no acabé de entender y la silla no desentonaba
en el conjunto del pequeño despacho que poco a poco iba rellenando. Entonces
apareció Patán en la habitación y sin pensarlo dos veces dio un salto y se
subió a la silla, arrellanándose en su asiento. “Ya era hora de poderte dar las
gracias por quitarme ese suplicio de salir al balcón. Odio los coches y el
ruido de la calle. Me dan pánico”, me dijo en un perfecto español de Zamora y fijó
su mirada gatuna en mis ojos, ensimismado, como esperando que yo continuase la conversación.
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