Bon vivant

miércoles, 31 de julio de 2019

A calzón quitado


Hoy voy a hablar de política. A calzón quitado y braguero ausente. Mi psiquiatra y, sobre todo, mi exorcista de cabecera me aconsejan que no lo haga; que no es lo más recomendable para gozar de un buen estado de salud mental y espiritual; que a pesar de que el país, reconocen ellos, atraviesa por una ciénaga pestilente donde los cadáveres de la Sensatez, la Cordura y la Inteligencia, abandonada toda esperanza, se dan ya por desaparecidos, víctimas de la ignorancia, torturados a manos del rencor y sacrificados en nombre de la sagrada estupidez, es más prudente, dicen ellos, confundirse con el paisaje, no elevar la voz, mimetizarse, zombificarse (palabro que no sé si a estas horas figura en el DRAE, pero que debería incluirse con urgencia pues se cuentan ya por millones los huérfanos de calificativo). No. Me niego a seguir sus consejos. He decidido que voy a hablar de política y voy a hacerlo. Con todas las consecuencias. Anticipándome a los acontecimientos y en previsión de males mayores, esta mañana me he personado en unas oficinas de los Agentes del Orden para entregarme, al modo de aquel chiste que corría, allá por los 70: “soy culpable”, les he dicho, “de todo”. “Especifique si no le es molestia”, me han respondido. “Voy a hablar de política”. “Mire, buen hombre, váyase a su casa y no moleste, que bastante tenemos con lo que tenemos”. “Otro que no está bien”, "ya van dos este mes", me ha parecido oír cuando salía por la puerta. Había ido por evitar la visita intempestiva de los hombres de negro, o de los hombres de mono, o de los hombres ciegos de odio y envidia, porque los hombres ciegos de odio y envidia siempre estarán ahí, con sus hilos invisibles de marioneta al servicio de otras marionetas movidas con brusca delicadeza por cuidadas manos sin nombre. Así que he vuelto a sentarme frente a la máquina de llamar a las cosas por su nombre y, a calzón por los tobillos, voy a hablar de política. Para lo cual voy a necesitar la máscara antigás que heredé de mi abuelo (Batalla de Loos, 1915), a fin de no respirar los vahos deletéreos de pútrida boñiga que por si sola desprende la palabra de ocho letras. ¡La máscara! ¡¡¡¿Quién ha cogido la máscara del abuelo que yo tenía escondida bajo la cama?!!! ¡Dios, esos niños!

lunes, 29 de julio de 2019

Brutus Bicefalicus

Como es sabido, no todo está inventado. Hoy me he quedado observando durante un rato los trabajos de desescombro en lo que fue una fábrica y más tarde vivienda de okupas, convertida hoy en una parcela hedionda cuya descripción tendría que plagiar del Sutree de Cormac McCarthy en sus primeras páginas,  efectuados por una grua armada con una pinza gigantesca con aspecto de boca de tiranosaurio. Un trabajo digno de ver: sin sentimiento alguno de piedad hacia nada, la pinza llega sobre su presa con la boca abierta, ahora un pedazo de valla metálica de siete u ocho metros de largo que se contrae cuando lo trincan los dientes mortíferos del bicho de hierro que lo levanta como si fuera una medusa muerta, como si fuera nada, mueve el brazo hasta un contenedor donde suelta la pieza, la hunde, la aplasta, la suelta para morder el pedazo que cuelga fuera del recipiente, la dobla como si fuera papel de aluminio, la introduce y se va a por otra víctima. Un espectáculo de poder. Destrucción en estado puro. Se trata de desescombrar, despejar y limpiar, sin triar y para eso nada como la fuerza bruta y ciega de un monstruo de hierro manejado por un ser humano. Supongo que ha sido eso lo que me ha llevado, por asociación de ideas, a valorar la posibilidad de crear la primera empresa a escala mundial de alquiler de mallos. Se llamaría algo así como "El hombre del mallo" o incluso algo más ordinario: "El tío del mallo". El espectro de mercado es amplio: no diré yo que de siete mil millones de unidades por año, pero por ahí andarán los números porque demanda abría. El estudio de mercado nos lo ahorraríamos sin duda, pues basta ver cómo está el patio para darse uno cuenta de las posibilidades de tal empresa. ¿Quién tiene un mallo en su casa? Nadie. ¿Quién no ha deseado alguna vez disponer de uno como solución rápida a un sinfin de circunstancias? Todo el mundo. Porque...¿quién no ha querido hacer añicos el aparato de televisión mientras aparecía en pantalla, pongamos por caso, uno de estos políticos que hieden a cinismo y apestan a mentira? Ya sé que si le lanzamos el móvil podemos matar dos pájaros de un tiro: tv y móvil. Pero no es lo mismo. El mallo da la sensación de poder, de absolutismo si se quiere. Un golpe sólo. De arriba abajo. Mueble incluido. ¿O quién no hubiera ofrecido en prenda al estafador de su dentista a cambio de un mallo cuando el vecino del 8º 7ª se fue de juerga y dejó los dos perros ladradores encerrados en el balcón un martes laborable? El mallo. Es definitivo y no ofrece duda. Ahí está el negocio. Alquiler por minutos. Servicio a domicilio. Sin seguro.
el tema recomendado para hoy (y para siempre) es:
Mark-Almond - The City

domingo, 21 de julio de 2019

La Música y la música

La Música y la música


No fui llamado por el camino de la disertación y la verborrea. Para eso ya llegó antes que yo Don Mario Moreno “Cantinflas”. Ni tampoco lo fui por el camino de la prédica y el adoctrinamiento: la caterva de la política, con su maldad o su ignorancia, ya se afana por ocupar esa avenida hacia la autodestrucción. Mis opiniones son mías e intransferibles y líbreme Dios de intentar siquiera convencer a alguien sobre cualquier tema: atrás quedaron los tiempos de la actitud dogmática. Así que, en lo referente al ámbito musical, voy a ser directo y simple: existe la Música, la música y el ruido. Sobre las dos últimas no voy a gastar muchas más palabras de las que dejo aquí escritas. Allá cada cual con sus oídos y su cerebro. Sólo añadiré que existiendo la catedral de Burgos y las Pirámides, no me interesa hablar sobre el chamizo del tío Paco. En cuanto a la Música, sólo me interesa la Obra Maestra. De cualquier estilo. Porque la Obra Maestra no sólo está en la música clásica, en el jazz o en los tam-tam de los aborígenes de Nueva Papúa. No. Considero que pensar así es un error (o una incapacidad) tan abominable como (salvo honrosas excepciones) comprarse toda la discografía de… (No diré nombres, de momento). La Obra Maestra aparece en cualquier estilo, desde la clásica hasta el deep house, pasando por el bebop, el funky eléctrico, el flamenco, el disco, el pop, el rock, el tecno pop y todo ese largo etcétera de estilos, y puede ser obra de alguien a quien jamás se le volverá a aparecer la musa y quizá jamás volverá a crear algo digno de ser considerado Obra Maestra. Y eso vale tanto para el cantautor que aún toca en los pasillos de Metro de Madrid (en los del Metro de Barcelona, no sé si la mafia de los manteros y la alcaldía permite tocar a nadie) como para los “grandes”. Pondré un ejemplo: Elton John. El Gran Elton John, alguien que con veinticuatro años es capaz de crear un álbum tan completo como Madman across the water, donde se incluyen, no una, sino varias Obras Maestras como Levon, Tiny Dancer o la propia Madman across the water, es un “grande” capaz de hacer que guarde no menos de quince o veinte temas suyos en mi archivo discográfico. Pero no más. A pesar de que habrá publicado un “qué sé yo” más de temas a lo largo de su vida artística, salvo esos quince o veinte, el resto, como dirían en Montevideo, son pavadas (cagadas en español), fruto de un coctel donde se puede encontrar un poco de éxito, un mucho de interés discográfico-empresarial y un bastante de sordera musical de las masas. Todo eso bien agitado da una larga lista de música absolutamente prescindible en un archivo musical que se precie, lo que no resta un ápice de respeto y agradecimiento hacia Sir Elton John y su talento artístico. Pero la Obra Maestra aparece como el hongo de una bomba atómica sobre una plantación de champiñones: su potencia es tal que opaca el resto de la producción, relegándola a la categoría de simple, como si fuese música de organillero. Apostaría a que a Gustav Mahler le hubiera encantado que la musa que le inspiró el Adagietto de la 5ª Sinfonía en do sostenido, hubiera estado presente las veinticuatro horas de todos los días de su vida.
P.D.: En este blog únicamente se van a recomendar Obras Maestras, de todos los estilos y (casi) todos los tiempos.

P.D.2ª: y ya que hablamos de Mahler y su Adagietto...

jueves, 18 de julio de 2019

El tema recomendado para hoy (y para siempre) es:
If you wait (London Grammar - If you wait)

La silla pensativa


La encontré en el Mercado de pulgas de Waterlooplein, en Ámsterdam. Iba curioseando sin intención de gastar un solo euro cuando llegué hasta una parada de antigüedades que me llamó la atención porque apenas tenía cuatro objetos expuestos al público: un piano vertical, una mesa camilla sobre la que reposaba una caja de cubiertos de plata y una silla por la que yo no hubiera ofrecido un suspiro. Junto a la mesa, sentado en una silla de ruedas, había un viejo vestido de luto riguroso, sombrero negro y mirada astuta y al otro lado, en pie, estaba su hijo, igualmente vestido y con apariencia de haber llegado al medio siglo de vida. Sé que era su hijo porque tenía la misma cara del viejo treinta años antes, sus mismos ojos y su misma manera de saber estar en el lugar, como si los dos hombres y los pocos objetos a la venta fueran la composición de un cuadro, dispuestos para ser pintados. Iba a pasar de largo cuando me descubrí preguntando al más joven por la antigüedad de la cubertería. “Antigua, muy antigua”, respondió en un inglés tan macarrónico como el mío mientras el viejo asentía sin decir palabra. El hombre se me quedó mirando a los ojos y pensé que esperaba alguna pregunta por mi parte acerca del precio de aquella caja que, a ojo de buen cubero, contenía no menos de doscientas piezas de plata grabada. Entonces vi que aquel hombre y su padre cruzaban sus miradas antes de volverse hacia mí y decirme. “Pero yo no la veo para usted. La silla es más para alguien como usted”. ¿Qué tiene de especial la silla?, le pregunté, esperando una respuesta del tipo “fue la silla donde se sentó por última vez María Antonieta” o “estaba en la salita de espera de la consulta del doctor Frankenstein”. El hombre joven bajó un poco la voz y dijo “es una silla pensativa que perteneció a grandes hombres”. “¿Quiere decir una silla de pensar, donde castigaban a sus hijos cuando hacían alguna trastada…?”, le dije sonriendo, mientras veía que los dos hombres habían clavado sus ojos en mí y no soltaban la presa ni sonreían a mi comentario. Como si yo no hubiera dicho nada o al menos nada importante, el hombre más joven se me acercó y me susurró al oído: “No, he dicho silla pensativa. Usted no me va a creer, o tal vez sí, pero puedo decirle que esta fue la silla pensativa de…” Supongo que el hombre pronunció varios nombres, pero no alcancé a oír nada con claridad porque justo en ese momento pasaron junto a nosotros un grupo de hooligans haciendo sonar sus trompetas de gas como si fueran la sección de viento de UB40 presentando armas en directo. Como el hombre se apartó de mí rápidamente, no me atreví a pedirle que me repitiese cualquier cosa que me hubiese dicho al oído. Se me quedó mirando, luego miró a su padre y su padre me miró a mí, asintiendo con la cabeza con una seriedad como si me hubieran acabado de transmitir el secreto hermético de la Alquimia. Para romper el silencio que se había instalado entre nosotros y aprovechando que la turba y su ruido se iban alejando de allí, esta vez procuré hacer una pregunta a la altura de la solemnidad que veía en aquellos dos hombres. “¿Y es ahí sentados donde hicieron sus grandes descubrimientos?”, le pregunté. “No”, dijo el hombre y quedó callado. “¿Entonces? ¿Qué tiene de particular?”. “Ya veo que no me entiende. Le estoy diciendo que esta fue la silla pensativa de esos tres hombres sabios. Ellos no descubrieron nada. Fue la silla. La silla pensó por ellos. Ellos sólo se sentaron en ella y recibieron su sabiduría. La silla piensa. Es una silla pensativa”. Hubo unos segundos de silencio entre nosotros, porque yo esperaba que en algún momento al menos uno de los hombres revelara en algún gesto, en la mirada o en algún carraspeo de incomodidad que se trataba de una broma que me estaban gastando. Pero los hombres seguían impertérritos. Por los años que pasé tras la barra de un garito nocturno, reconozco a un mentiroso aunque pase ante mí subido a un autobús en marcha. Aquellos hombres no mentían. Podían estar locos y creerse lo que el hombre joven me estaba diciendo y el viejo asentía con su cabeza y una mirada tan segura como la llegada de la muerte. O podía ser verdad. No había más opciones. La verdad es que no pensé en cuál de las dos opciones debía ser la correcta cuando le pregunté sin más preámbulos por el precio de la silla. “Normalmente pedimos catorce mil euros” me anunció sin pestañear. Luego hizo una pausa y miró al viejo como quien va a pedir permiso y lo hace por respeto: un respeto viejo, con olor a humo de caverna, anterior a los tiempos en que las personas se daban la mano para cerrar un trato. “Pero podemos arreglarle el precio. Seguro que llegaremos a un acuerdo en el caso de que esté interesado en llevársela.” Hizo una breve pausa y me soltó una palabra como un disparo: “Diez”. “¿Diez mil?”, pregunté yo, para seguirle el juego. “No, diez euros”. Pensé que, aunque por supuesto no tuviese poderes mágicos, la silla no estaba mal. A simple vista parecía de roble macizo de estilo XVIII y el tapizado estaba muy bien conservado, como si a penas la hubiesen usado. Y tampoco iba a ponerme a discutir por la increíblemente supuesta rebaja, porque cuando iba a preguntarle sobre ello, el viejo abrió por primera vez su boca para decirme con voz arenosa: “Lleva demasiado tiempo parada. La silla tiene que… moverse. Tiene que… fluir”. “¿Fluir?”, le pregunté con extrañeza. “Fluir”, repitió. Así que, sin pensarlo más, les pagué los diez euros, les di la mano a los dos hombres y me fui de allí con la silla, pensando en el momento en que un ejército de termitas saldrían de dentro y me devorarían mientras veía el mueble convertirse en polvo. No fue así. La dejé en la habitación del hotel, con la intención de “estrenarla” al llegar a Madrid. Y así lo hice. Me senté en ella y el resultado no tuvo nada de asombroso, tal y como esperaba. En los cinco minutos que permanecí sentado no me vino ni una sola idea a la que calificar de genial, nueva o sorprendente. Pero quedaba bien junto al secreter vintage que me había comprado unos meses antes. “Solo espero que a Patán no se le ocurra utilizarla como vertedero de pulgas”, pensé. Patán es el gato abandonado que vive conmigo. Es un gato abandonado porque lo abandonó mi exnovia cuando se largó de casa dejándonos una nota donde decía “No volveré. Jamás”. Tenía la costumbre de no hacer nada, me refiero al gato bobo, aparte de ponerse a temblar cada vez que lo queríamos sacar al balcón para tomar el sol y quedarse parado cuando le lanzaba una pelota por el largo pasillo del piso que compartimos. Estaba mirando la silla y pensando en la posibilidad de que al gato se le ocurriese destrozarla con sus uñas, cuando me fijé en una pequeña placa metálica atornillada al respaldo de la silla, donde una diminuta inscripción se intuía bajo una capa de barniz reseco. Tras frotar la placa con disolvente, aparecieron unas palabras en francés: “Seulement pour les imbéciles”. No sé casi nada de francés, aparte de Tour y Eiffel, pero se entendía bastante bien. Al instante me acordé de los dos hombres de luto, pero no tuve ninguna mala sensación ni reproche hacia ellos. Al fin y al cabo el precio había sido un regalo que no acabé de entender y la silla no desentonaba en el conjunto del pequeño despacho que poco a poco iba rellenando. Entonces apareció Patán en la habitación y sin pensarlo dos veces dio un salto y se subió a la silla, arrellanándose en su asiento. “Ya era hora de poderte dar las gracias por quitarme ese suplicio de salir al balcón. Odio los coches y el ruido de la calle. Me dan pánico”, me dijo en un perfecto español de Zamora y fijó su mirada gatuna en mis ojos, ensimismado, como esperando que yo continuase la conversación.