Bon vivant

jueves, 18 de julio de 2019

La silla pensativa


La encontré en el Mercado de pulgas de Waterlooplein, en Ámsterdam. Iba curioseando sin intención de gastar un solo euro cuando llegué hasta una parada de antigüedades que me llamó la atención porque apenas tenía cuatro objetos expuestos al público: un piano vertical, una mesa camilla sobre la que reposaba una caja de cubiertos de plata y una silla por la que yo no hubiera ofrecido un suspiro. Junto a la mesa, sentado en una silla de ruedas, había un viejo vestido de luto riguroso, sombrero negro y mirada astuta y al otro lado, en pie, estaba su hijo, igualmente vestido y con apariencia de haber llegado al medio siglo de vida. Sé que era su hijo porque tenía la misma cara del viejo treinta años antes, sus mismos ojos y su misma manera de saber estar en el lugar, como si los dos hombres y los pocos objetos a la venta fueran la composición de un cuadro, dispuestos para ser pintados. Iba a pasar de largo cuando me descubrí preguntando al más joven por la antigüedad de la cubertería. “Antigua, muy antigua”, respondió en un inglés tan macarrónico como el mío mientras el viejo asentía sin decir palabra. El hombre se me quedó mirando a los ojos y pensé que esperaba alguna pregunta por mi parte acerca del precio de aquella caja que, a ojo de buen cubero, contenía no menos de doscientas piezas de plata grabada. Entonces vi que aquel hombre y su padre cruzaban sus miradas antes de volverse hacia mí y decirme. “Pero yo no la veo para usted. La silla es más para alguien como usted”. ¿Qué tiene de especial la silla?, le pregunté, esperando una respuesta del tipo “fue la silla donde se sentó por última vez María Antonieta” o “estaba en la salita de espera de la consulta del doctor Frankenstein”. El hombre joven bajó un poco la voz y dijo “es una silla pensativa que perteneció a grandes hombres”. “¿Quiere decir una silla de pensar, donde castigaban a sus hijos cuando hacían alguna trastada…?”, le dije sonriendo, mientras veía que los dos hombres habían clavado sus ojos en mí y no soltaban la presa ni sonreían a mi comentario. Como si yo no hubiera dicho nada o al menos nada importante, el hombre más joven se me acercó y me susurró al oído: “No, he dicho silla pensativa. Usted no me va a creer, o tal vez sí, pero puedo decirle que esta fue la silla pensativa de…” Supongo que el hombre pronunció varios nombres, pero no alcancé a oír nada con claridad porque justo en ese momento pasaron junto a nosotros un grupo de hooligans haciendo sonar sus trompetas de gas como si fueran la sección de viento de UB40 presentando armas en directo. Como el hombre se apartó de mí rápidamente, no me atreví a pedirle que me repitiese cualquier cosa que me hubiese dicho al oído. Se me quedó mirando, luego miró a su padre y su padre me miró a mí, asintiendo con la cabeza con una seriedad como si me hubieran acabado de transmitir el secreto hermético de la Alquimia. Para romper el silencio que se había instalado entre nosotros y aprovechando que la turba y su ruido se iban alejando de allí, esta vez procuré hacer una pregunta a la altura de la solemnidad que veía en aquellos dos hombres. “¿Y es ahí sentados donde hicieron sus grandes descubrimientos?”, le pregunté. “No”, dijo el hombre y quedó callado. “¿Entonces? ¿Qué tiene de particular?”. “Ya veo que no me entiende. Le estoy diciendo que esta fue la silla pensativa de esos tres hombres sabios. Ellos no descubrieron nada. Fue la silla. La silla pensó por ellos. Ellos sólo se sentaron en ella y recibieron su sabiduría. La silla piensa. Es una silla pensativa”. Hubo unos segundos de silencio entre nosotros, porque yo esperaba que en algún momento al menos uno de los hombres revelara en algún gesto, en la mirada o en algún carraspeo de incomodidad que se trataba de una broma que me estaban gastando. Pero los hombres seguían impertérritos. Por los años que pasé tras la barra de un garito nocturno, reconozco a un mentiroso aunque pase ante mí subido a un autobús en marcha. Aquellos hombres no mentían. Podían estar locos y creerse lo que el hombre joven me estaba diciendo y el viejo asentía con su cabeza y una mirada tan segura como la llegada de la muerte. O podía ser verdad. No había más opciones. La verdad es que no pensé en cuál de las dos opciones debía ser la correcta cuando le pregunté sin más preámbulos por el precio de la silla. “Normalmente pedimos catorce mil euros” me anunció sin pestañear. Luego hizo una pausa y miró al viejo como quien va a pedir permiso y lo hace por respeto: un respeto viejo, con olor a humo de caverna, anterior a los tiempos en que las personas se daban la mano para cerrar un trato. “Pero podemos arreglarle el precio. Seguro que llegaremos a un acuerdo en el caso de que esté interesado en llevársela.” Hizo una breve pausa y me soltó una palabra como un disparo: “Diez”. “¿Diez mil?”, pregunté yo, para seguirle el juego. “No, diez euros”. Pensé que, aunque por supuesto no tuviese poderes mágicos, la silla no estaba mal. A simple vista parecía de roble macizo de estilo XVIII y el tapizado estaba muy bien conservado, como si a penas la hubiesen usado. Y tampoco iba a ponerme a discutir por la increíblemente supuesta rebaja, porque cuando iba a preguntarle sobre ello, el viejo abrió por primera vez su boca para decirme con voz arenosa: “Lleva demasiado tiempo parada. La silla tiene que… moverse. Tiene que… fluir”. “¿Fluir?”, le pregunté con extrañeza. “Fluir”, repitió. Así que, sin pensarlo más, les pagué los diez euros, les di la mano a los dos hombres y me fui de allí con la silla, pensando en el momento en que un ejército de termitas saldrían de dentro y me devorarían mientras veía el mueble convertirse en polvo. No fue así. La dejé en la habitación del hotel, con la intención de “estrenarla” al llegar a Madrid. Y así lo hice. Me senté en ella y el resultado no tuvo nada de asombroso, tal y como esperaba. En los cinco minutos que permanecí sentado no me vino ni una sola idea a la que calificar de genial, nueva o sorprendente. Pero quedaba bien junto al secreter vintage que me había comprado unos meses antes. “Solo espero que a Patán no se le ocurra utilizarla como vertedero de pulgas”, pensé. Patán es el gato abandonado que vive conmigo. Es un gato abandonado porque lo abandonó mi exnovia cuando se largó de casa dejándonos una nota donde decía “No volveré. Jamás”. Tenía la costumbre de no hacer nada, me refiero al gato bobo, aparte de ponerse a temblar cada vez que lo queríamos sacar al balcón para tomar el sol y quedarse parado cuando le lanzaba una pelota por el largo pasillo del piso que compartimos. Estaba mirando la silla y pensando en la posibilidad de que al gato se le ocurriese destrozarla con sus uñas, cuando me fijé en una pequeña placa metálica atornillada al respaldo de la silla, donde una diminuta inscripción se intuía bajo una capa de barniz reseco. Tras frotar la placa con disolvente, aparecieron unas palabras en francés: “Seulement pour les imbéciles”. No sé casi nada de francés, aparte de Tour y Eiffel, pero se entendía bastante bien. Al instante me acordé de los dos hombres de luto, pero no tuve ninguna mala sensación ni reproche hacia ellos. Al fin y al cabo el precio había sido un regalo que no acabé de entender y la silla no desentonaba en el conjunto del pequeño despacho que poco a poco iba rellenando. Entonces apareció Patán en la habitación y sin pensarlo dos veces dio un salto y se subió a la silla, arrellanándose en su asiento. “Ya era hora de poderte dar las gracias por quitarme ese suplicio de salir al balcón. Odio los coches y el ruido de la calle. Me dan pánico”, me dijo en un perfecto español de Zamora y fijó su mirada gatuna en mis ojos, ensimismado, como esperando que yo continuase la conversación.

1 comentario:

  1. Excelente hallazgo el de esta silla pensativa.
    Yo, que para nada busco Historia manipulada, corrección política, música para sordos y camaleones, para nada menos que para lecciones de vida y menos que para nada menos aún para simplemente nada: ésta es la página que buscaba.
    Gracias, Bicéfalo !

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