La encontré en el Mercado de
pulgas de Waterlooplein, en Ámsterdam. Iba curioseando sin intención de gastar
un solo euro cuando llegué hasta una parada de antigüedades que me llamó la
atención porque apenas tenía cuatro objetos expuestos al público: un piano
vertical, una mesa camilla sobre la que reposaba una caja de cubiertos de plata
y una silla por la que yo no hubiera ofrecido un suspiro. Junto a la mesa, sentado
en una silla de ruedas, había un viejo vestido de luto riguroso, sombrero negro
y mirada astuta y al otro lado, en pie, estaba su hijo, igualmente vestido y
con apariencia de haber llegado al medio siglo de vida. Sé que era su hijo
porque tenía la misma cara del viejo treinta años antes, sus mismos ojos y su
misma manera de saber estar en el lugar, como si los dos hombres y los pocos
objetos a la venta fueran la composición de un cuadro, dispuestos para ser
pintados. Iba a pasar de largo cuando me descubrí preguntando al más joven por
la antigüedad de la cubertería. “Antigua, muy antigua”, respondió en un inglés
tan macarrónico como el mío mientras el viejo asentía sin decir palabra. El
hombre se me quedó mirando a los ojos y pensé que esperaba alguna pregunta por
mi parte acerca del precio de aquella caja que, a ojo de buen cubero, contenía
no menos de doscientas piezas de plata grabada. Entonces vi que aquel hombre y
su padre cruzaban sus miradas antes de volverse hacia mí y decirme. “Pero yo no
la veo para usted. La silla es más para alguien como usted”. ¿Qué tiene de
especial la silla?, le pregunté, esperando una respuesta del tipo “fue la silla
donde se sentó por última vez María Antonieta” o “estaba en la salita de espera
de la consulta del doctor Frankenstein”. El hombre joven bajó un poco la voz y
dijo “es una silla pensativa que perteneció a grandes hombres”. “¿Quiere decir
una silla de pensar, donde castigaban a sus hijos cuando hacían alguna trastada…?”,
le dije sonriendo, mientras veía que los dos hombres habían clavado sus ojos en
mí y no soltaban la presa ni sonreían a mi comentario. Como si yo no hubiera
dicho nada o al menos nada importante, el hombre más joven se me acercó y me
susurró al oído: “No, he dicho silla pensativa. Usted no me va a creer, o tal
vez sí, pero puedo decirle que esta fue la silla pensativa de…” Supongo que el
hombre pronunció varios nombres, pero no alcancé a oír nada con claridad porque
justo en ese momento pasaron junto a nosotros un grupo de hooligans haciendo
sonar sus trompetas de gas como si fueran la sección de viento de UB40
presentando armas en directo. Como el hombre se apartó de mí rápidamente, no me
atreví a pedirle que me repitiese cualquier cosa que me hubiese dicho al oído.
Se me quedó mirando, luego miró a su padre y su padre me miró a mí, asintiendo
con la cabeza con una seriedad como si me hubieran acabado de transmitir el
secreto hermético de la Alquimia. Para romper el silencio que se había
instalado entre nosotros y aprovechando que la turba y su ruido se iban
alejando de allí, esta vez procuré hacer una pregunta a la altura de la
solemnidad que veía en aquellos dos hombres. “¿Y es ahí sentados donde hicieron
sus grandes descubrimientos?”, le pregunté. “No”, dijo el hombre y quedó
callado. “¿Entonces? ¿Qué tiene de particular?”. “Ya veo que no me entiende. Le
estoy diciendo que esta fue la silla pensativa de esos tres hombres sabios.
Ellos no descubrieron nada. Fue la silla. La silla pensó por ellos. Ellos sólo
se sentaron en ella y recibieron su sabiduría. La silla piensa. Es una silla
pensativa”. Hubo unos segundos de silencio entre nosotros, porque
yo esperaba que en algún momento al menos uno de los hombres revelara en algún
gesto, en la mirada o en algún carraspeo de incomodidad que se trataba de una
broma que me estaban gastando. Pero los hombres seguían impertérritos. Por los
años que pasé tras la barra de un garito nocturno, reconozco a un mentiroso
aunque pase ante mí subido a un autobús en marcha. Aquellos hombres no mentían.
Podían estar locos y creerse lo que el hombre joven me estaba diciendo y el
viejo asentía con su cabeza y una mirada tan segura como la llegada de la
muerte. O podía ser verdad. No había más opciones. La verdad es que no pensé en
cuál de las dos opciones debía ser la correcta cuando le pregunté sin más
preámbulos por el precio de la silla. “Normalmente pedimos catorce mil euros”
me anunció sin pestañear. Luego hizo una pausa y miró al viejo como quien va a
pedir permiso y lo hace por respeto: un respeto viejo, con olor a humo de
caverna, anterior a los tiempos en que las personas se daban la mano para
cerrar un trato. “Pero podemos arreglarle el precio. Seguro que llegaremos a un
acuerdo en el caso de que esté interesado en llevársela.” Hizo una breve pausa
y me soltó una palabra como un disparo: “Diez”. “¿Diez mil?”, pregunté yo, para
seguirle el juego. “No, diez euros”. Pensé que, aunque por supuesto no tuviese
poderes mágicos, la silla no estaba mal. A simple vista parecía de roble macizo
de estilo XVIII y el tapizado estaba muy bien conservado, como si a penas la
hubiesen usado. Y tampoco iba a ponerme a discutir por la increíblemente
supuesta rebaja, porque cuando iba a preguntarle sobre ello, el viejo abrió por
primera vez su boca para decirme con voz arenosa: “Lleva demasiado tiempo parada.
La silla tiene que… moverse. Tiene que… fluir”. “¿Fluir?”, le pregunté con
extrañeza. “Fluir”, repitió. Así que, sin pensarlo más, les pagué los diez
euros, les di la mano a los dos hombres y me fui de allí con la silla, pensando
en el momento en que un ejército de termitas saldrían de dentro y me devorarían
mientras veía el mueble convertirse en polvo. No fue así. La dejé en la
habitación del hotel, con la intención de “estrenarla” al llegar a Madrid. Y
así lo hice. Me senté en ella y el resultado no tuvo nada de asombroso, tal y
como esperaba. En los cinco minutos que permanecí sentado no me vino ni una
sola idea a la que calificar de genial, nueva o sorprendente. Pero quedaba bien
junto al secreter vintage que me había comprado unos meses antes. “Solo espero
que a Patán no se le ocurra utilizarla como vertedero de pulgas”, pensé. Patán
es el gato abandonado que vive conmigo. Es un gato abandonado porque lo
abandonó mi exnovia cuando se largó de casa dejándonos una nota donde decía “No
volveré. Jamás”. Tenía la costumbre de no hacer nada, me refiero al gato bobo,
aparte de ponerse a temblar cada vez que lo queríamos sacar al balcón para
tomar el sol y quedarse parado cuando le lanzaba una pelota por el largo
pasillo del piso que compartimos. Estaba mirando la silla y pensando en la
posibilidad de que al gato se le ocurriese destrozarla con sus uñas, cuando me
fijé en una pequeña placa metálica atornillada al respaldo de la silla, donde
una diminuta inscripción se intuía bajo una capa de barniz reseco. Tras frotar
la placa con disolvente, aparecieron unas palabras en francés: “Seulement pour
les imbéciles”. No sé casi nada de francés, aparte de Tour y Eiffel, pero se
entendía bastante bien. Al instante me acordé de los dos hombres de luto, pero
no tuve ninguna mala sensación ni reproche hacia ellos. Al fin y al cabo el
precio había sido un regalo que no acabé de entender y la silla no desentonaba
en el conjunto del pequeño despacho que poco a poco iba rellenando. Entonces
apareció Patán en la habitación y sin pensarlo dos veces dio un salto y se
subió a la silla, arrellanándose en su asiento. “Ya era hora de poderte dar las
gracias por quitarme ese suplicio de salir al balcón. Odio los coches y el
ruido de la calle. Me dan pánico”, me dijo en un perfecto español de Zamora y fijó
su mirada gatuna en mis ojos, ensimismado, como esperando que yo continuase la conversación.
Excelente hallazgo el de esta silla pensativa.
ResponderEliminarYo, que para nada busco Historia manipulada, corrección política, música para sordos y camaleones, para nada menos que para lecciones de vida y menos que para nada menos aún para simplemente nada: ésta es la página que buscaba.
Gracias, Bicéfalo !