Talking Heads es el remedio.
¿Quien le dijo a los 80's que se fueran?
Sal corriendo de esta página si lo que buscas es Historia manipulada, corrección política, música para aquejados de sordera musical, lecciones de cultura, de vida o simplemente de nada: esta no es la página que buscabas.

Bon vivant
miércoles, 28 de agosto de 2019
domingo, 25 de agosto de 2019
Era mi deber contarlo
“No puede ser”, dijo varias veces. Era agosto y estábamos en la casa
de veraneo de Torrelles de Foix, como cada año. Mi padre se mostraba más
callado que de costumbre, como distraído, pero, a pesar de mi corta edad, yo
sabía que no se debía a ningún problema familiar, porque conocía sus tics y
llevaba unos días que, a la hora del desayuno, sentado en la hamaca grande, lo
veía levantar la vista mientras bebía su café con leche y, de manera
inconsciente, hacía rayas con el canto de la suela de sus alpargatas en el
suelo de tierra frente a la puerta de casa. Cuando hacía eso, yo sabía que le
estaba dando vueltas a una idea y me gustaba estar cerca de él porque en
cualquier momento podía bajar de aquella nube y soltarme una de las suyas, una
de aquellas ocurrencias que o bien me hacían sentir orgulloso de ser su hijo o hacían
que me partiese de risa porque su humor se situaba entre La Codorniz y Groucho
Marx. “No puede ser”, dijo, al fin. “He
leído que Santiago Amón afirma que en España no cabe un tonto más y no es por
llevarle la contraria, pero no acabo yo de ver que eso sea así de exacto.
Entiendo el sentido en que lo dice y hasta ahí estaría de acuerdo con él. Por
otro lado, siempre se ha dicho que el número de imbéciles es infinito. Pienso que, si todo en la vida está
relacionado con las matemáticas, tiene que haber una fórmula que dé sentido a
estas dos afirmaciones, que las complete, que las resuma”. Recuerdo que me pilló de improviso y estuve a
punto de atragantarme con un pedazo de tostada con sobrasada y cuando me
recuperé le pregunté si estaba seguro de que los imbéciles guardaban alguna
relación con las matemáticas. No me contestó. Me miró como si le hubiera hecho
una pregunta absurda e hizo una de aquellas imperceptibles muecas de
desaprobación que me encendían las orejas de vergüenza. “Vamos a buscar
caracoles”, me dijo de repente y se metió en casa para coger los cayados y unas
bolsas. Yo cogí las cantimploras, le di un beso a mi madre y nos fuimos los dos
caminando, calle abajo, hasta meternos por los caminos de carro, recogiendo de
entre las piedras de los márgenes todo lo que tuviera cuernos hasta que
llegamos a La Font d’Andorra (tardé cincuenta años en descubrir que en realidad
se llama La Font d’en Torra y ahora ya me parece tarde para cambiarle el
nombre). La fuente está bajo unos plataneros gigantescos y a su sombra el
verano no existe. Uno sabe que el calor seco del campo sigue abrasando ahí
fuera porque las chicharras son las dueñas del silencio y cantan su raca-raca
sin parar. Es el estruendo silencioso del campo: ni molesta ni sobra. Pero
aquella sombra es terapéutica e inspiradora. “¡Eureka!”, dijo al fin mi
padre y creo recordar que las chicharras y yo guardamos un silencio de respeto mientras
él cogía una ramita del suelo y dibujaba allí mismo una fórmula que jamás
olvidaré porque atisbo que concentra en sí misma el todo y la nada, la
explicación última a tanta duda humana: *NDI = ∞ + 1. Lamentablemente, el farragoso desarrollo de esta fórmula, que se guardó
en secreto y me fue entregado en una libretita de espiral, se perdió en uno de los
tantos traslados de piso que han adornado mi vida y jamás podrá ser legado a la
comunidad científica, ni para que lo despanzurren ni para que sirva de faro y
guía de la Humanidad. Pero tenía que dar fe de que yo fui testigo del momento
en que vio la luz de este mundo y de quién fue su inventor. Era mi deber.
*
Número De Imbéciles
sábado, 24 de agosto de 2019
miércoles, 21 de agosto de 2019
Entre líneas Cap.2
Contaba aquel hombre que desde el
primer momento en que entró a trabajar en aquel banco de la ciudad de Barcelona,
a pesar de que su currículo se basaba estrictamente en La Bolsa de Valores y
sus diferentes ramas, lo destinaron a un departamento del que no había oído
hablar jamás. Ni él ni nadie que conociese: el Departamento de Informática. Hoy
en día nos parece difícil que alguien no haya oído siquiera hablar de la
informática, pero hace tan solo cuarenta años Barcelona era muy diferente en
muchos sentidos. Recuerda que cuando comentaba a sus conocidos el hecho de
trabajar en ese campo, fueron varios los que le respondieron con la misma gracieta:
“¿y tú de qué informas?”. Hace cuarenta años el mundo era diferente.
Hace cuarenta años la gente corriente, con o sin estudios, no había oído hablar
de la informática, salvo en las películas de James Bond. Hace cuarenta años la
gente corriente no tenía ni idea de lo que les estaban cocinando. En realidad,
han pasado cuarenta años y la gente corriente sigue sin tener ni idea de lo que
nos han cocinado.
Y de repente, aquel hombre sin
estudios superiores, descubrió un campo laboral en el que no trabajaba: flotaba,
vibraba, sentía; como un pez de laboratorio al que han mantenido vivo sin
conocer el agua y ahora lo sueltan en el mar: al fin y al cabo, es pez y su
medio es el agua. La simbiosis de aquel hombre con los ordenadores fue tal que
en cuestión de semanas inició una carrera meteórica que le llevaría por varios
puestos en el departamento, siempre subiendo escalones. Cuenta que el motivo de
aquella unión extraña se basaba en uno de los principios básicos de la
informática: la velocidad. Y nadie más que él mismo conocía su rapidez mental.
En ocasiones, ni él mismo sabía cómo había llegado a una conclusión sin
transitar el camino del razonamiento ni disponer de los datos. Sin tener el más
mínimo conocimiento de programación ni sus diferentes lenguajes, sorprendía a
los programadores cuando acudían a él para realizar las pruebas de sus nuevos programas,
anunciándoles, segundos antes que el ordenador, que la prueba iba a dar error.
Para él era como un juego. No contra nadie. Ni siquiera contra la máquina. La
velocidad de un pensamiento. La rapidez mental. En definitiva, al igual que la
informática, la búsqueda de la inmediatez. Y esa misma rapidez, esa velocidad,
ese llegar a la conclusión sin utilizar el método científico fue lo que le
descubrió el otro lado de aquella moneda. El yin de toda cosa, animal o
persona. El peligro de un tren a toda máquina viniendo en sentido contrario al
nuestro por la misma vía. Las máquinas ofrecían rapidez y a cambio se cobraban
sus víctimas en forma de reducciones de personal. Aunque a la tecnología el
muerto le importa poco: ella fija su mirada en los heridos. Y los heridos son
todos los que no están muertos. Heridos en la paciencia. Generaciones que ya
desconocen el sentido y el significado de esa palabra. Y la gente corriente nos
hacemos preguntas sobre los sucesos actuales sin ver las respuestas, cuando las
respuestas son palmarias. La tecnología te embelesa con sus supuestos beneficios
avanzando en progresión geométrica hacia nosotros y no va a detenerse, no ya
porque no quiera sino porque no puede. Arriesgaré a decir que un personaje de
Tarantino lo definiría como un caballo negro desbocado al que le han arrancado
los ojos con un abrelatas, empapado de crack, dirigiéndose hacia un acantilado
con la humanidad encima sentada al revés, contemplando como se aleja el paisaje
a través de la pantalla del móvil mientras suena el Nessun dorma de
Puccini.
Contaba el hombre que aquel
desenfreno le duró cinco años. El destino reunió varios motivos para hacerle
desistir de aquel camino y un día se fue a dedicar su vida a cualquier otra cosa
que no fuese alimentar a la bestia. Y aquí estamos nosotros, a lomos del
caballo.
martes, 20 de agosto de 2019
Entre líneas Cap.1
Conozco a un tipo que dice tener
un amigo a quien el destino llevó, allá por los años 70, a trabajar en un banco.
Contaba que había abandonado los estudios a edad temprana por haberse
convertido en lo que él llamaba un vago mental. A la edad de diez años le habían
entregado en mano los resultados de unas pruebas exhaustivas con un diagnóstico
irreversible: superdotado. Algo así como entregarle un Kalasnikov a un
chimpancé en la 5ª Avenida. Nada más peligroso que darle esa noticia a un niño
y no entregarle al mismo tiempo las armas con las que luchar contra ello. Erróneamente,
existe la creencia de que la superdotación intelectual es por sí misma garantía
de algo, marchamo de éxito en la vida. (“Fulanito nos ha salido superdotado.
¡Ay, qué orgullo! Dicen que podrá ser lo que él quiera: médico, astronauta,
lo que quiera") Nada más lejos de la realidad por un sinfín de motivos, entre
ellos el sistema educativo: no está hecho para el superdotado, al contrario:
está confeccionado, sibilina y especialmente, para triturarlo y que desaparezca.
Sin paliativos. Y, sin embargo, aunque por sí sólo ese motivo sería suficiente
para acabar con las aspiraciones y los sueños de cualquier persona con un
coeficiente intelectual por encima de la media, ese no es el principal porqué.
El peor enemigo de un niño superdotado es él mismo. Es “el primero de la clase”
y le basta con atender a la explicación del profesor y repasar someramente el
libro de texto para sobresalir de entre el resto y llenar de dieces, nueves y
ochos su libro de calificaciones. La lógica de un niño, en la mayoría de los
casos, le dice que no hace falta “sudar tinta”, que leer varias veces la misma
lección es de tontos. Pero no. Si no es capaz, por sí mismo o por explicación
de otros, de entender que su
inteligencia no le va a servir de nada cuando llegue el momento de coger los
libros para estudiar “de verdad”, si no logra entender que al no acostumbrar a su
cerebro a leer libro de texto, al igual que acostumbramos a cualquier otro
músculo de nuestro cuerpo a realizar movimientos repetitivos a fin de
tonificarlo y prepararlo para el momento del esfuerzo en que necesitemos de él,
su cerebro será incapaz de dar respuesta a la exigencia, el fracaso está
asegurado. Su fracaso. Y, por supuesto, el éxito de quienes diseñan esa parte
imprescindible del sistema. Los casos se producen a diario y en todas las
escuelas públicas de este país. Desde siempre. Los protagonistas son esos niños
“raritos”, envidiados por unos, machacados por otros, marginados, insultados,
blanco de las burlas y cosas peores. En mi mundo utópico, tanto que jamás
dejarán que lo alcancemos, esos niños “especiales” van a colegios “especiales”
desde el primer momento en que se detecta su “especialidad”. De hecho, esos
colegios ya hace tiempo que existen y el éxito está ahí. Cuestan dinero. Dinero
que la mayoría de los padres no tienen. Ni medios ni, tan importante como el
dinero, información.
Dice el tipo que su amigo llegó a
aquel banco como caído del cielo, pero eso lo explicaré otro mañana.
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