Conozco a un tipo que dice tener
un amigo a quien el destino llevó, allá por los años 70, a trabajar en un banco.
Contaba que había abandonado los estudios a edad temprana por haberse
convertido en lo que él llamaba un vago mental. A la edad de diez años le habían
entregado en mano los resultados de unas pruebas exhaustivas con un diagnóstico
irreversible: superdotado. Algo así como entregarle un Kalasnikov a un
chimpancé en la 5ª Avenida. Nada más peligroso que darle esa noticia a un niño
y no entregarle al mismo tiempo las armas con las que luchar contra ello. Erróneamente,
existe la creencia de que la superdotación intelectual es por sí misma garantía
de algo, marchamo de éxito en la vida. (“Fulanito nos ha salido superdotado.
¡Ay, qué orgullo! Dicen que podrá ser lo que él quiera: médico, astronauta,
lo que quiera") Nada más lejos de la realidad por un sinfín de motivos, entre
ellos el sistema educativo: no está hecho para el superdotado, al contrario:
está confeccionado, sibilina y especialmente, para triturarlo y que desaparezca.
Sin paliativos. Y, sin embargo, aunque por sí sólo ese motivo sería suficiente
para acabar con las aspiraciones y los sueños de cualquier persona con un
coeficiente intelectual por encima de la media, ese no es el principal porqué.
El peor enemigo de un niño superdotado es él mismo. Es “el primero de la clase”
y le basta con atender a la explicación del profesor y repasar someramente el
libro de texto para sobresalir de entre el resto y llenar de dieces, nueves y
ochos su libro de calificaciones. La lógica de un niño, en la mayoría de los
casos, le dice que no hace falta “sudar tinta”, que leer varias veces la misma
lección es de tontos. Pero no. Si no es capaz, por sí mismo o por explicación
de otros, de entender que su
inteligencia no le va a servir de nada cuando llegue el momento de coger los
libros para estudiar “de verdad”, si no logra entender que al no acostumbrar a su
cerebro a leer libro de texto, al igual que acostumbramos a cualquier otro
músculo de nuestro cuerpo a realizar movimientos repetitivos a fin de
tonificarlo y prepararlo para el momento del esfuerzo en que necesitemos de él,
su cerebro será incapaz de dar respuesta a la exigencia, el fracaso está
asegurado. Su fracaso. Y, por supuesto, el éxito de quienes diseñan esa parte
imprescindible del sistema. Los casos se producen a diario y en todas las
escuelas públicas de este país. Desde siempre. Los protagonistas son esos niños
“raritos”, envidiados por unos, machacados por otros, marginados, insultados,
blanco de las burlas y cosas peores. En mi mundo utópico, tanto que jamás
dejarán que lo alcancemos, esos niños “especiales” van a colegios “especiales”
desde el primer momento en que se detecta su “especialidad”. De hecho, esos
colegios ya hace tiempo que existen y el éxito está ahí. Cuestan dinero. Dinero
que la mayoría de los padres no tienen. Ni medios ni, tan importante como el
dinero, información.
Dice el tipo que su amigo llegó a
aquel banco como caído del cielo, pero eso lo explicaré otro mañana.
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