No iba a comentar nada, pero durante un nanosegundo he notado que una idea ha atravesado el espacio que una vez ocupó mi cerebro y, rebotando en busca de una neurona en la que arraigar para luego perderse por no hallarla, de hecho, mi médico y mis amigos aseguran que no la hay, ha dejado esa típica carga que me hace sentir la obligación de, al menos, decir algo, sólo sea por vergüenza, ajena, eso sí, torera, también, o por una lista interminable y farragosa de motivos todos ellos adjetivados desde una ciénaga de asco gramático. Soy consciente de que me adelanto, de que no es el momento, de que a buen seguro, en cuestión de horas, una horda encoraginada de ciudadanos comprometidos, enardecida por los agitadores de turno previamente aleccionados, asaltará las calles de aquella que fue mi ciudad para, dando muestras del hartazgo desbordado y el hasta quí semos venío, llegar a las puertas de la alcaldía, montar un cadalso patrocinado por Wilkinson y empezar con la exigencia y pago de responsabilidades, previa devolución íntegra de mordidas e intereses derivados. Pero algo me dice que, aunque fuese por un momento, debía desconectarme de las telenovelas y los cuatro chats que me reclaman desde la pantalla hidroflexible de mi móvil 7G, abandonar por un momento la mortecina tranquilidad del no te metas, salvar la muralla de mi amorcillado estado de bienestar, arrancarme, en definitiva, la hipodérmica intravenosa del gotero de la teledetritus y gritar en el desierto sahariano de esta hoja de papel. Sólo un grito. Permítaseme. Ayer tuve que volver a la ciudad donde nací y volví a ser testigo de uno de los mayores latrocinios relacionados con una concejalía de urbanismo que el ser humano haya oído, visto y/o contemplado en lo que se refiere a este planeta, al menos. De Marte no hablo por que desconozco. En aquella que fue mi ciudad, y que amaba hasta que el asco ante tanta corrupción me explulsó, hay una plaza que en realidad podríamos decir que no es tal. Sólo es el cruce de las tres principales vías de la ciudad. Me niego a revisar internet para dar una fecha exacta de cuando la empezaron a "reformar" por primera vez, pero digamos que fue a finales de los 70 o principios de los 80. Desde entonces, esa faraónica obra se ha hecho y rehecho de tantas maneras que sólo espero reencarnarme en uno de los descendientes herederos del señor promotor que por escrupuloso método de adjudicación se encarga de la mastodóntica obra, a sabiendas de que poco importa cómo quede la chapuza ni si los materiales usados se desharán cuando caigan cuatro gotas o si cuando esté acabada se darán cuenta de que como ya ocurrió, se produce un embudo por un fallo en los cálculos, nada importante, no eran biliares. ¿Qué más da? ¡No importa! ¡Si la hemos de volver a hacer! ¡¡¡Que no pare la fiesta!!! (Un momento que me ha dado la risa y no veo ni el teclado. Vale, ya pasó) ¿Qué? ¿Que no? Sí, tienen valor para eso y para más. Ya hace tiempo que estamos cociditos, sancochados, listos para servir. Decir lo contrario es ser hipócrita o iluso. A la espera de que Sodoma y Gomorra no sea una trola, seguiremos de espaldas y a contraviento, por lo del olor.
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