“No puede ser”, dijo varias veces. Era agosto y estábamos en la casa
de veraneo de Torrelles de Foix, como cada año. Mi padre se mostraba más
callado que de costumbre, como distraído, pero, a pesar de mi corta edad, yo
sabía que no se debía a ningún problema familiar, porque conocía sus tics y
llevaba unos días que, a la hora del desayuno, sentado en la hamaca grande, lo
veía levantar la vista mientras bebía su café con leche y, de manera
inconsciente, hacía rayas con el canto de la suela de sus alpargatas en el
suelo de tierra frente a la puerta de casa. Cuando hacía eso, yo sabía que le
estaba dando vueltas a una idea y me gustaba estar cerca de él porque en
cualquier momento podía bajar de aquella nube y soltarme una de las suyas, una
de aquellas ocurrencias que o bien me hacían sentir orgulloso de ser su hijo o hacían
que me partiese de risa porque su humor se situaba entre La Codorniz y Groucho
Marx. “No puede ser”, dijo, al fin. “He
leído que Santiago Amón afirma que en España no cabe un tonto más y no es por
llevarle la contraria, pero no acabo yo de ver que eso sea así de exacto.
Entiendo el sentido en que lo dice y hasta ahí estaría de acuerdo con él. Por
otro lado, siempre se ha dicho que el número de imbéciles es infinito. Pienso que, si todo en la vida está
relacionado con las matemáticas, tiene que haber una fórmula que dé sentido a
estas dos afirmaciones, que las complete, que las resuma”. Recuerdo que me pilló de improviso y estuve a
punto de atragantarme con un pedazo de tostada con sobrasada y cuando me
recuperé le pregunté si estaba seguro de que los imbéciles guardaban alguna
relación con las matemáticas. No me contestó. Me miró como si le hubiera hecho
una pregunta absurda e hizo una de aquellas imperceptibles muecas de
desaprobación que me encendían las orejas de vergüenza. “Vamos a buscar
caracoles”, me dijo de repente y se metió en casa para coger los cayados y unas
bolsas. Yo cogí las cantimploras, le di un beso a mi madre y nos fuimos los dos
caminando, calle abajo, hasta meternos por los caminos de carro, recogiendo de
entre las piedras de los márgenes todo lo que tuviera cuernos hasta que
llegamos a La Font d’Andorra (tardé cincuenta años en descubrir que en realidad
se llama La Font d’en Torra y ahora ya me parece tarde para cambiarle el
nombre). La fuente está bajo unos plataneros gigantescos y a su sombra el
verano no existe. Uno sabe que el calor seco del campo sigue abrasando ahí
fuera porque las chicharras son las dueñas del silencio y cantan su raca-raca
sin parar. Es el estruendo silencioso del campo: ni molesta ni sobra. Pero
aquella sombra es terapéutica e inspiradora. “¡Eureka!”, dijo al fin mi
padre y creo recordar que las chicharras y yo guardamos un silencio de respeto mientras
él cogía una ramita del suelo y dibujaba allí mismo una fórmula que jamás
olvidaré porque atisbo que concentra en sí misma el todo y la nada, la
explicación última a tanta duda humana: *NDI = ∞ + 1. Lamentablemente, el farragoso desarrollo de esta fórmula, que se guardó
en secreto y me fue entregado en una libretita de espiral, se perdió en uno de los
tantos traslados de piso que han adornado mi vida y jamás podrá ser legado a la
comunidad científica, ni para que lo despanzurren ni para que sirva de faro y
guía de la Humanidad. Pero tenía que dar fe de que yo fui testigo del momento
en que vio la luz de este mundo y de quién fue su inventor. Era mi deber.
*
Número De Imbéciles
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