Bon vivant

domingo, 25 de agosto de 2019

Era mi deber contarlo


No puede ser”, dijo varias veces. Era agosto y estábamos en la casa de veraneo de Torrelles de Foix, como cada año. Mi padre se mostraba más callado que de costumbre, como distraído, pero, a pesar de mi corta edad, yo sabía que no se debía a ningún problema familiar, porque conocía sus tics y llevaba unos días que, a la hora del desayuno, sentado en la hamaca grande, lo veía levantar la vista mientras bebía su café con leche y, de manera inconsciente, hacía rayas con el canto de la suela de sus alpargatas en el suelo de tierra frente a la puerta de casa. Cuando hacía eso, yo sabía que le estaba dando vueltas a una idea y me gustaba estar cerca de él porque en cualquier momento podía bajar de aquella nube y soltarme una de las suyas, una de aquellas ocurrencias que o bien me hacían sentir orgulloso de ser su hijo o hacían que me partiese de risa porque su humor se situaba entre La Codorniz y Groucho Marx. “No puede ser”, dijo, al fin. “He leído que Santiago Amón afirma que en España no cabe un tonto más y no es por llevarle la contraria, pero no acabo yo de ver que eso sea así de exacto. Entiendo el sentido en que lo dice y hasta ahí estaría de acuerdo con él. Por otro lado, siempre se ha dicho que el número de imbéciles es infinito.  Pienso que, si todo en la vida está relacionado con las matemáticas, tiene que haber una fórmula que dé sentido a estas dos afirmaciones, que las complete, que las resuma”.  Recuerdo que me pilló de improviso y estuve a punto de atragantarme con un pedazo de tostada con sobrasada y cuando me recuperé le pregunté si estaba seguro de que los imbéciles guardaban alguna relación con las matemáticas. No me contestó. Me miró como si le hubiera hecho una pregunta absurda e hizo una de aquellas imperceptibles muecas de desaprobación que me encendían las orejas de vergüenza. “Vamos a buscar caracoles”, me dijo de repente y se metió en casa para coger los cayados y unas bolsas. Yo cogí las cantimploras, le di un beso a mi madre y nos fuimos los dos caminando, calle abajo, hasta meternos por los caminos de carro, recogiendo de entre las piedras de los márgenes todo lo que tuviera cuernos hasta que llegamos a La Font d’Andorra (tardé cincuenta años en descubrir que en realidad se llama La Font d’en Torra y ahora ya me parece tarde para cambiarle el nombre). La fuente está bajo unos plataneros gigantescos y a su sombra el verano no existe. Uno sabe que el calor seco del campo sigue abrasando ahí fuera porque las chicharras son las dueñas del silencio y cantan su raca-raca sin parar. Es el estruendo silencioso del campo: ni molesta ni sobra. Pero aquella sombra es terapéutica e inspiradora. “¡Eureka!”, dijo al fin mi padre y creo recordar que las chicharras y yo guardamos un silencio de respeto mientras él cogía una ramita del suelo y dibujaba allí mismo una fórmula que jamás olvidaré porque atisbo que concentra en sí misma el todo y la nada, la explicación última a tanta duda humana: *NDI = ∞ + 1. Lamentablemente, el farragoso desarrollo de esta fórmula, que se guardó en secreto y me fue entregado en una libretita de espiral, se perdió en uno de los tantos traslados de piso que han adornado mi vida y jamás podrá ser legado a la comunidad científica, ni para que lo despanzurren ni para que sirva de faro y guía de la Humanidad. Pero tenía que dar fe de que yo fui testigo del momento en que vio la luz de este mundo y de quién fue su inventor. Era mi deber.
* Número De Imbéciles

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