Bon vivant

miércoles, 21 de agosto de 2019

Entre líneas Cap.2


Contaba aquel hombre que desde el primer momento en que entró a trabajar en aquel banco de la ciudad de Barcelona, a pesar de que su currículo se basaba estrictamente en La Bolsa de Valores y sus diferentes ramas, lo destinaron a un departamento del que no había oído hablar jamás. Ni él ni nadie que conociese: el Departamento de Informática. Hoy en día nos parece difícil que alguien no haya oído siquiera hablar de la informática, pero hace tan solo cuarenta años Barcelona era muy diferente en muchos sentidos. Recuerda que cuando comentaba a sus conocidos el hecho de trabajar en ese campo, fueron varios los que le respondieron con la misma gracieta: “¿y tú de qué informas?”. Hace cuarenta años el mundo era diferente. Hace cuarenta años la gente corriente, con o sin estudios, no había oído hablar de la informática, salvo en las películas de James Bond. Hace cuarenta años la gente corriente no tenía ni idea de lo que les estaban cocinando. En realidad, han pasado cuarenta años y la gente corriente sigue sin tener ni idea de lo que nos han cocinado.  
Y de repente, aquel hombre sin estudios superiores, descubrió un campo laboral en el que no trabajaba: flotaba, vibraba, sentía; como un pez de laboratorio al que han mantenido vivo sin conocer el agua y ahora lo sueltan en el mar: al fin y al cabo, es pez y su medio es el agua. La simbiosis de aquel hombre con los ordenadores fue tal que en cuestión de semanas inició una carrera meteórica que le llevaría por varios puestos en el departamento, siempre subiendo escalones. Cuenta que el motivo de aquella unión extraña se basaba en uno de los principios básicos de la informática: la velocidad. Y nadie más que él mismo conocía su rapidez mental. En ocasiones, ni él mismo sabía cómo había llegado a una conclusión sin transitar el camino del razonamiento ni disponer de los datos. Sin tener el más mínimo conocimiento de programación ni sus diferentes lenguajes, sorprendía a los programadores cuando acudían a él para realizar las pruebas de sus nuevos programas, anunciándoles, segundos antes que el ordenador, que la prueba iba a dar error. Para él era como un juego. No contra nadie. Ni siquiera contra la máquina. La velocidad de un pensamiento. La rapidez mental. En definitiva, al igual que la informática, la búsqueda de la inmediatez. Y esa misma rapidez, esa velocidad, ese llegar a la conclusión sin utilizar el método científico fue lo que le descubrió el otro lado de aquella moneda. El yin de toda cosa, animal o persona. El peligro de un tren a toda máquina viniendo en sentido contrario al nuestro por la misma vía. Las máquinas ofrecían rapidez y a cambio se cobraban sus víctimas en forma de reducciones de personal. Aunque a la tecnología el muerto le importa poco: ella fija su mirada en los heridos. Y los heridos son todos los que no están muertos. Heridos en la paciencia. Generaciones que ya desconocen el sentido y el significado de esa palabra. Y la gente corriente nos hacemos preguntas sobre los sucesos actuales sin ver las respuestas, cuando las respuestas son palmarias. La tecnología te embelesa con sus supuestos beneficios avanzando en progresión geométrica hacia nosotros y no va a detenerse, no ya porque no quiera sino porque no puede. Arriesgaré a decir que un personaje de Tarantino lo definiría como un caballo negro desbocado al que le han arrancado los ojos con un abrelatas, empapado de crack, dirigiéndose hacia un acantilado con la humanidad encima sentada al revés, contemplando como se aleja el paisaje a través de la pantalla del móvil mientras suena el Nessun dorma de Puccini.
Contaba el hombre que aquel desenfreno le duró cinco años. El destino reunió varios motivos para hacerle desistir de aquel camino y un día se fue a dedicar su vida a cualquier otra cosa que no fuese alimentar a la bestia. Y aquí estamos nosotros, a lomos del caballo.

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